En seguida lo descubrí, y su sencillez me ofendió. Las consonantes del alfabeto con su ordinal correspondiente, las vocales también con su ordinal correspondiente en cursiva y dos números en romanos: Código Hammurabi, 196, 197. Busqué en el móvil. Las leyes eran sencillas. 196: Si un hombre deja tuerto a otro, lo dejarán tuerto. 197: Si le rompe un hueso a otro, que le rompan un hueso.
Ahora todo consistía en averiguar a quién le había provocado un daño tal como para dejarme ese aviso, y los sospechosos eran muchos. Además, que hubiera dos leyes y tan parecidas me descolocaba. Había hecho muchas cosas, pero a nadie le había dejado tuerto ni le había roto ningún hueso, que yo supiera. ¿A qué se podía referir?
En ese momento se abrió la puerta del ascensor y entraron los dos secretarios del director y Janet, la linda e ingenua becaria de Marketing. No podía ser ella, era tan cobarde y tonta como bella, suave, tierna..., deliciosa.
Sin dejar de contemplarla, aparté el recuerdo de mi cabeza y accioné la palanca de la silla para regular la altura, como siempre, antes de encender el ordenador. Vi cómo sonreía y en ese momento se activó un resorte: un muelle saltó y algo rompió la tela en el centro del asiento y me desgarró.
Me había equivocado: ni cobarde ni tonta. Pero ella no me había engañado. Ni ojo ni hueso; peor, mucho peor: ojo por ojo, hueso por hueso y... Con un dolor indescriptible tuve que reconocerlo: me lo merecía.