Me produjo un escalofrío al verlo: sobre mi blanca y pulcra mesa de oficina, ese sobre negro con un sello de cera grisáceo que representaba un ojo resultaba cuanto menos inquietante. Había llegado el primero al trabajo, como siempre, así que me senté con una sensación de frío en el cuello y con mucho cuidado lo abrí, como si se tratara de una carta bomba. Solo había una tarjeta negra con letras blancas que reproducían el siguiente mensaje:
2-4-3-3-5-4 6-1-10-10-5-15-1-1-3 CXCVI CXCVII
Si aciertas, quizá te libres del castigo, pero me tendrás que descubrir (no te equivoques).
Todos mis compañeros conocían mi afición a los enigmas; y ninguno de ellos me tenía en buena estima. Las comidas de empresa, las reuniones y demás eventos de grupo siempre servían para que se agrandara mi leyenda: el gran cabrón despiadado dispuesto a cualquier cosa para conseguir sus objetivos.
En seguida lo descubrí, y su sencillez me ofendió. Las consonantes del alfabeto con su ordinal correspondiente, las vocales también con su ordinal correspondiente en cursiva y dos números en romanos: Código Hammurabi, 196, 197. Busqué en el móvil. Las leyes eran sencillas. 196: Si un hombre deja tuerto a otro, lo dejarán tuerto. 197: Si le rompe un hueso a otro, que le rompan un hueso.
Ahora todo consistía en averiguar a quién le había provocado un daño tal como para dejarme ese aviso, y los sospechosos eran muchos. Además, que hubiera dos leyes y tan parecidas me descolocaba. Había hecho muchas cosas, pero a nadie le había dejado tuerto ni le había roto ningún hueso, que yo supiera. ¿A qué se podía referir?
En ese momento se abrió la puerta del ascensor y entraron los dos secretarios del director y Janet, la linda e ingenua becaria de Marketing. No podía ser ella, era tan cobarde y tonta como bella, suave, tierna..., deliciosa.
Sin dejar de contemplarla, aparté el recuerdo de mi cabeza y accioné la palanca de la silla para regular la altura, como siempre, antes de encender el ordenador. Vi cómo sonreía y en ese momento se activó un resorte: un muelle saltó y algo rompió la tela en el centro del asiento y me desgarró.
Me había equivocado: ni cobarde ni tonta. Pero ella no me había engañado. Ni ojo ni hueso; peor, mucho peor: ojo por ojo, hueso por hueso y... Con un dolor indescriptible tuve que reconocerlo: me lo merecía.
(Tertulia filandona, 15 de julio de 2024; asunto: El código Hammurabi)
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