Meter la mano en el bolsillo de algún pantalón de verano y notar la arena siempre le provocaba una sonrisa llena de nostalgia. Era como la inauguración de las vacaciones y la constatación de que había pasado otro año. Además, esa sensación le traía recuerdos del verano anterior, de algún momento feliz en la playa: su padre riendo atragantado mientras salía del agua después de haberse lanzado para golpear la pelota, su hermana eternamente pequeña abrazándole para que le diera un beso y la cogiera en la parte que cubría, su hermana mayor leyendo bajo la sombrilla, sus dos hermanos nadando a su lado mar adentro, su sobrina rebozada en arena, su hija chorreando de agua tumbada sobre su pecho...
Ese año la sonrisa apareció, pero se tornó en llanto, un llanto íntimo y profundo, porque ese mar en el que se había criado, ese mar que le había dado tantos momentos felices, sencillos, bellos, le había arrebatado a la persona que más había amado en su vida. El verano anterior se había metido a nadar y no había vuelto, ni siquiera su cuerpo; solo le quedaba la huella de un recuerdo silencioso, y una pena amarga y secreta.
En ese momento entró su hija con la sombrilla al hombro. Rápidamente se giró, para que no le viera la cara.
‒¿Qué haces, papá? Te estamos esperando. Mamá ya se ha bajado a la calle.
(Tertulia filandona, 29 de julio de 2024; asunto: Arena y Playa)
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