Odiaba a todas las personas que conocía y no sabía por qué, pero las odiaba. Desde hacía 23 años solo sabía odiar, y desconocía las razones de este extraño comportamiento.
Le presentaban a un nuevo compañero de trabajo y a los pocos días lo odiaba con toda su alma. Cambiaba de supermercado y después de ir unas cuantas veces empezaba a odiar a los charcuteros, las pescateras, los reponedores... a todos, sin excepción. Y era un tanto desesperante, porque lo peor es que odiaba sin acritud; era un odio en la penumbra, entre claros y oscuros, en una zona intermedia entre la indiferencia y el deseo de la muerte más cruel y dolorosa.
Para sobrevivir ante esa situación tan incómoda, se había aislado del mundo imaginando un castillo lejano e inexpugnable en el que se recluía en soledad y podía vivir ajeno a todo ese odio. Pero el problema vino una mañana al levantarse y contemplar su rostro en el espejo. En ese momento notó una punzada en el centro de la cabeza, la punzada que siempre experimentaba cuando empezaba a manifestarse su odio. Ese día comenzó a odiarse a sí mismo. Día tras día fue experimentando una repulsión creciente ante cualquier cosa que hacía, decía, pensaba... Y no era capaz de reprimirlo.
Desquiciado buscó consuelo en el alcohol, en la droga, en el sexo, incluso en el asesinato (despachó con un deleite desacostumbrado a cinco vagabundos, tres ancianos de la residencia en la que trabajaba y dos vecinas), pero no conseguía calmar su odio hacia él. El tratamiento con dos psicólogos, un psiquiatra, un chamán y una curandera tampoco le aportó ninguna solución, más que el odio a cinco personas más; pero con el aliciente de que en todos los casos el odio le parecía más que justificado.
Al borde del suicidio, un día conectó la televisión, artilugio que tenía porque se lo habían regalado, pero que nunca encendía para no alimentar su odio. Lo hizo sin pensar, y vino la revelación, la libertad. Se trataba de un debate a cinco para las elecciones a la presidencia del gobierno, cambió de canal y escuchó a una pareja discutiendo por sus infidelidades, otro canal y un presentador de noticiario le informó de dos guerras, una estafa, el índice de desempleo... Dos horas y media después, sonrió. Sonrió. Hacía 23 años que no sonreía. Apagó el televisor, se dirigió a la galería y escuchó a sus vecinos del piso de abajo decidiendo qué iban a comer al día siguiente; y volvió a sonreír.
(Tertulia filandona, 2 de diciembre de 2024; asunto: El castillo y La penumbra)
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