Esa no era su montaña, la de sus monstruos (y su música), la de sus penas (y sus risas). Esa era otra montaña, la que nunca había querido tener cerca de ella, de la que había huido siempre, sin saberlo; pero la habían llevado allí, para escalarla a cuerpo, sola, sin ninguna ayuda.
Sus hermanos no habían podido evitarlo: el miedo a ser ellos los elegidos les había impedido prevenirle de su existencia, avisarle del peligro; les había arrebatado su preocupación por ella, la protección que le venían procurando desde que nació.
Y fue su madre quien la condujo allí.
El viaje en coche era corto, y no le pareció extraño que a esas horas le pidiera que la acompañara a la casa de la montaña a recoger unos libros de la biblioteca del abuelo ni que su hermano no la mirara cuando se despidió de él; maldita inocencia.
Poco antes de llegar, la madre dio un frenazo al cruzarse con otro coche.
‒¿Es ese el coche de papá?
‒No, mamá.
Fue en ese momento cuando algo empezó a nublarse en su cabeza; algo que no cuadraba.
‒No me encuentro bien. ¿Podemos volver a casa y venimos mañana?
‒No, cariño, si ya estamos y va a ser muy rápido.
Dio la vuelta a la casa y aparcó al lado de la puerta trasera, por el almacén, pero ella tuvo tiempo de ver que, ahora sí, el coche de su padre estaba frente a la entrada principal. No se oía nada, ni se veía ninguna luz.
‒Vamos.
‒No, mamá, vámonos, por favor.
La madre no escuchó sus palabras pues había salido del coche con mucha prisa, sin esperarla. Ella fue detrás, pero la noche se oscureció. Sintió un frío profundo, allí, en medio de la nada, sin saber qué hacer. Un jirón entre las nubes le dejó ver la puerta abierta. Se dirigió hacia allí, entró, avanzó a tientas, tropezó con algo, sintió sus palpitaciones y se quedó paralizada en medio de la oscuridad.
‒¡Mamá!
El marco de la puerta que daba al salón se iluminó con la cálida luz del fuego de la chimenea al mismo tiempo que se oía un grito femenino, muy suave, casi ahogado. Se dirigió hacia la luz. Y allí estaba su padre, abrochándose la camisa, con una mirada desconocida; y allí estaba esa montaña, la otra montaña, la que ya nunca dejaría de escalar.
(Tertulia filandona, 3 de junio de 2024; asunto: La otra montaña)
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