Era muy cobarde y así se sentía, sin mayor frustración que la que supone reconocer algo con lo que ya te has acostumbrado a vivir. Y esto chocaba, además, con alguno de sus proyectos. Uno de ellos era montar a caballo, sola, sin guía, sin nadie; y podía hacerlo. Un compañero de trabajo le había ofrecido la posibilidad de montar su caballo: le daba unas lecciones durante los días necesarios y cuando se sintiera segura la dejaba sola. Pero le daba miedo (otro más), por el caballo, por cómo quería hacerlo y por alguna otra cosa más que no se atrevía a confesarse.
Varias semanas después de que se convirtiera en el pensamiento obsesivo de turno que la golpeaba en cuanto ponía el pie fuera de la cama, se decidió: o le tomaba la palabra a su compañero o le pedía a su médico una receta de escitalopram o sertralina. Unos días más, yendo y viniendo mentalmente del establo a la farmacia y de la farmacia al establo, y dio el paso.
‒Miguel, cuando me digas, te tomo esas clases de equitación.
‒Ya era hora. ¿Qué te parece este sábado?
‒Perfecto. Me dices hora, qué me tengo que poner de ropa y calzado, y me mandas la ubicación.
Después de tres sábados intensivos, en los que Miguel había intentado seducirla, tras las sesiones de monta, con comidas en buenos restaurantes y requiebros elegantes, ya tenía fecha para cumplir con su ilusión.
Y llegó el día. Y pasó. Se fue corriendo, casi sin despedirse. Llegó a casa y se acostó, agotada, tranquila y excitada.
Montar sin silla, a pelo; sentir su cuerpo bajo mi sexo, mientras aprieto mis piernas contra sus costados y me deslizo por su lomo, adelante y atrás, mientras me rozo con las caricias de su pelo y siento los pequeños saltos de este trote calmado, arriba y abajo, abajo y arriba. Y pienso en ti, te recuerdo, cuando me sentaba sobre tu regazo, a pelo, y sentía tu cuerpo bajo mi sexo y atrapaba tu cintura entre las piernas y me deslizaba sobre tu miembro en ese juego morboso de acariciarlo por fuera con mis labios y al final lo acogía en mí, arriba y abajo, abajo y arriba. A pelo.
Y a la mañana siguiente se levantó sin ninguno de sus pensamientos circulares, libre, tranquila y excitada. Sin ningún miedo, sin pensarlo dos veces, cogió su móvil.
‒Hola.
‒Hola, Carla, ¿qué tal? Ayer me dejaste preocupado, te fuiste en seguida. ¿Es que no lo pasaste bien?
‒Todo lo contrario, Miguel. Si te apetece, quedamos y te cuento la experiencia. Ah, y no hace falta que reserves en ningún restaurante caro; mejor, montamos.
(Tertulia filandona, 12 de febrero de 2024; asunto: A pelo)
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