Estar a su lado era una de sus ocupaciones favoritas. Escucharla. Observar sus movimientos pausados. La adoraba, le encantaba que le contara sus historias de la guerra y la postguerra, con su marido haciendo zapatos y maldiciendo siempre en valenciano, sus relaciones con los vecinos, el miedo, el hambre... Y ella no se daba cuenta de lo que eso suponía para él, para su «nene», para el que ocupaba esa parcela tan peculiar en su vida.
Él le pedía una y otra vez que volviera a contarle esas historias.
‒¿Otra vez? Si eso ya te lo he contado.
‒Sí, otra vez, yaya, por favor, que no me acuerdo ‒mentía descaradamente mirándola a los ojos; y ella siempre lo entendía, se reía y le volvía a repetir esa misma historia.
‒¿La del yayo en los Salesianos, cuando pasó Franco por el pueblo?
‒Sí, esa.
La escuchaba con toda la atención del mundo y se fijaba en sus manos, esas manos claras que reposaban sobre su regazo, sobre la tela blanca y negra de la saya. Y se recreaba de nuevo en la historia y soñaba en su imaginación.
No conocía la parte dura de la abuela, su reacción cuando se enfadaba, y se le hinchaba una vena de la frente y los ojos se le llenaban de odio. A nadie le resultaba fácil mantener su mirada. Y lo más curioso es que ella no era consciente de ese peculiar poder, que provocaba que los que la conocían intentaran evitar por todos los medios cualquier conflicto.
Él no conocía esa faceta de su yaya. Solo disfrutaba de sus relatos revestidos de verdad, de sus recuerdos disfrazados de ficción.
Y ahora estaba allí, sentado en la cocina, oyendo el trasiego de gente que entraba y salía de la casa.
‒Si que lo siento, nena.
‒Yo no sabía que estaba tan mal.
‒Pues si estaba sufriendo, mejor así.
Y solo quería que se fueran todos, que los dejaran solos para poder entrar en la habitación, llevarle su vaso de agua y pedirle que le contara de nuevo otra de sus historias.
(Tertulia filandona, 9 de junio de 2025; asunto: Estar)