lunes, 30 de diciembre de 2024

El trabajo ideal


Me gusta el turno de día, lo que, obviamente, no es normal; y por eso, en una muestra de gran originalidad, mis compañeros me han apodado «el diurno».
   El trabajo es el mismo, pero en mayor cantidad, lo que no me supone problema alguno; todo lo contrario, porque me encanta. Es cierto que tengo que tratar con más gente y aguantar incomodidades varias que por la noche remiten considerablemente. Incluso también conlleva más riesgos, pero no me importa. Además, me estoy convirtiendo en el ejemplo del empleado vocacional entregado a su trabajo. Disfruto de todos los rituales: los abrazos sinceros entre gente que hace mucho tiempo que no se ve, las risas discretas emanadas de recuerdos compartidos, los llantos sin contención, honestos y sentidos, el diverso lenguaje de los cuerpos ante la pérdida, desde la pena hasta el alivio, pasando por distintos sentimientos y sensaciones, la fatiga, el descanso, la vergüenza, la impaciencia, la incomodidad... Es lo más excitante de ser empleado de Alma Mater, el tanatorio del Hospital General, el trabajo más idóneo que he encontrado tras muchísimos años de búsqueda.
   Pero aun hay una cosa mejor, que no les he confesado: el olor a muerte. Aquí he de aclarar que entre mis iguales cuento con un olfato especialmente privilegiado, ya que puedo abstraerme de la fuerte fragancia de la crema protectora y percibir con intensidad cualquier aroma. Así que me deleito con esa esencia común de fruta acre de la carne inerte y las venas secas, y con los matices tan diferentes y personales de cada cuerpo. Lo malo es que todo esto solo lo puedo compartir con mis dos compañeros de la noche y con el jefe, cuando me cruzo con él al terminar el turno, y me pregunta si sigo teniendo claro que no quiero volver a la noche y me entrega la dosis diaria de nuestro alimento: la férrea, salada y adictiva sangre.

(Tertulia filandona, 30 de diciembre de 2024; asunto: Diurno)

lunes, 16 de diciembre de 2024

Renovación del personal de plantilla o cómo asumir que las nuevas generaciones vienen pisando fuerte


Megafonía: ‒Eh, tú, el nuevo, escucha.
   ‒¿Quién me habla? ¿Eres producto de mi imaginación?
   ‒Déjate de gilipolleces. Tienes que reponer la estantería de papel higiénico en el pasillo 5, pero ya: mañana tiene que estar preparado.
   ‒¡No! De nuevo la voz en mi cabeza.
   ‒Me cago en mi puta vida.

(Tertulia filandona, 16 de diciembre de 2024; extensión: 50 palabras)

lunes, 2 de diciembre de 2024

Odio

 

Odiaba a todas las personas que conocía y no sabía por qué, pero las odiaba. Desde hacía 23 años solo sabía odiar, y desconocía las razones de este extraño comportamiento.
   Le presentaban a un nuevo compañero de trabajo y a los pocos días lo odiaba con toda su alma. Cambiaba de supermercado y después de ir unas cuantas veces empezaba a odiar a los charcuteros, las pescateras, los reponedores... a todos, sin excepción. Y era un tanto desesperante, porque lo peor es que odiaba sin acritud; era un odio en la penumbra, entre claros y oscuros, en una zona intermedia entre la indiferencia y el deseo de la muerte más cruel y dolorosa.
   Para sobrevivir ante esa situación tan incómoda, se había aislado del mundo imaginando un castillo lejano e inexpugnable en el que se recluía en soledad y podía vivir ajeno a todo ese odio. Pero el problema vino una mañana al levantarse y contemplar su rostro en el espejo. En ese momento notó una punzada en el centro de la cabeza, la punzada que siempre experimentaba cuando empezaba a manifestarse su odio. Ese día comenzó a odiarse a sí mismo. Día tras día fue experimentando una repulsión creciente ante cualquier cosa que hacía, decía, pensaba... Y no era capaz de reprimirlo.
   Desquiciado buscó consuelo en el alcohol, en la droga, en el sexo, incluso en el asesinato (despachó con un deleite desacostumbrado a cinco vagabundos, tres ancianos de la residencia en la que trabajaba y dos vecinas), pero no conseguía calmar su odio hacia él. El tratamiento con dos psicólogos, un psiquiatra, un chamán y una curandera tampoco le aportó ninguna solución, más que el odio a cinco personas más; pero con el aliciente de que en todos los casos el odio le parecía más que justificado.
   Al borde del suicidio, un día conectó la televisión, artilugio que tenía porque se lo habían regalado, pero que nunca encendía para no alimentar su odio. Lo hizo sin pensar, y vino la revelación, la libertad. Se trataba de un debate a cinco para las elecciones a la presidencia del gobierno, cambió de canal y escuchó a una pareja discutiendo por sus infidelidades, otro canal y un presentador de noticiario le informó de dos guerras, una estafa, el índice de desempleo... Dos horas y media después, sonrió. Sonrió. Hacía 23 años que no sonreía. Apagó el televisor, se dirigió a la galería y escuchó a sus vecinos del piso de abajo decidiendo qué iban a comer al día siguiente; y volvió a sonreír.

(Tertulia filandona, 2 de diciembre de 2024; asunto: El castillo y La penumbra)