Pero también resultó claro que un
aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción —era ya,
en sí mismo, la destrucción— de una sociedad jerárquica. En un mundo en que
todos trabajaran pocas horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en casas
cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y refrigeración, y
poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma
más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no
serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una sociedad
en que la riqueza, en el sentido de
posesiones y lujos personales, fuera equitativamente distribuida mientras que
el poder siguiera en manos de una
minoría, de una pequeña casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante
sociedad no podría conservarse estable, porque si todos disfrutasen por igual
del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele
imbecilizar, aprendería muchas cosas y empezaría a pensar por sí misma; y si
empezaran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría
privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a los demás y acabarían
barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica solo sería posible basándose
en la pobreza y en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola —como querían
algunos pensadores de principios de este siglo— no era una solución práctica,
puesto que estaría en contra de la tendencia a la mecanización, que se había
hecho casi instintiva en el mundo entero, y, además, cualquier país que
permaneciera atrasado industrialmente sería inútil en un sentido militar y
caería antes o después bajo el dominio de un enemigo bien armado.
Tampoco era una buena solución mantener la pobreza de las masas restringiendo la producción. Esto se practicó en gran medida entre 1920 y 1940. Muchos países dejaron que su economía se anquilosara. No se renovaba el material indispensable para la buena marcha de las industrias, quedaban sin cultivar las tierras, y grandes masas de población, sin tener en qué trabajar, vivían de la caridad del Estado. Pero también esto implicaba una debilidad militar, y como las privaciones que infligía eran innecesarias, despertaba inevitablemente una gran oposición. El problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar la riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la práctica, la única manera de lograr esto era la guerra continua.
El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los productos del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la paz constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no se destruyeran, su fabricación no deja de ser un método conveniente de gastar trabajo sin producir nada que pueda ser consumido.
Tampoco era una buena solución mantener la pobreza de las masas restringiendo la producción. Esto se practicó en gran medida entre 1920 y 1940. Muchos países dejaron que su economía se anquilosara. No se renovaba el material indispensable para la buena marcha de las industrias, quedaban sin cultivar las tierras, y grandes masas de población, sin tener en qué trabajar, vivían de la caridad del Estado. Pero también esto implicaba una debilidad militar, y como las privaciones que infligía eran innecesarias, despertaba inevitablemente una gran oposición. El problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar la riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la práctica, la única manera de lograr esto era la guerra continua.
El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los productos del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la paz constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no se destruyeran, su fabricación no deja de ser un método conveniente de gastar trabajo sin producir nada que pueda ser consumido.
(Emmanuel Goldstein, Teoría y práctica del colectivismo oligárquico,
George Orwell, 1984, 1949)
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