Me arrellano en la silla del despacho delante del portátil, tengo que escribir sobre el tema «alcantarilla» y no sé qué decir.
Puedo optar por la narrativa: alguna historia siniestra de seres subterráneos, un cuento de terror de asesino implacable, un relato distópico con clases sociales oprimidas por el «bien común» de unos pocos, un sueño metafórico sobre el mundo en que vivimos, o una inmersión en el sentimiento del paisaje con un personaje que desciende a sus abismos y se adentra en las alcantarillas de la ciudad. Quizá una descripción detallada y lúgubre cargada de lirismo. También se me ocurre lanzarme a la poesía con sentimientos tristes, gestos sombríos, amores morbosos y sucios... Eso de los amores morbosos me gusta, más de lo respetable.
No sé..., después de este repaso todo me parecen tópicos que me hastían y me quitan las ganas de escribir. ¿Ya no me quedan temas ni enfoques que estimulen un texto digno de robarle tiempo al «desocupado lector»?
Me voy al diccionario:
alcantarilla1. f. Acueducto subterráneo, o sumidero, fabricado para recoger las aguas llovedizas o residuales y darles paso.
Y entonces surge, sencillo:
Las ideas me llueven, no sé si de las nubes o nacidas del detritus y puedo recogerlas, pero no sé darles paso. He perdido la fuerza de sumirme en esas aguas y moldearlas en forma de historias sorprendentes, sentimientos extraños, personajes auténticos...
El texto queda claro, pues soy alcantarilla, alcantarilla seca, de ciudad abandonada.
Pero la dicha acude en mi rescate:
‒Mamá ‒clama mi hijo‒, no encuentro la mochila.
Y dejo la escritura y me voy a sumirme en aguas más prosaicas.(Tertulia filandona, 30 de octubre de 2023; asunto: Alcantarilla)